Crónica de un paseo que salió movido

Fotograma de la película «Un poeta» (2025), de Simón Mesa Soto. 


Sobre el origen dudoso de este relato

Es de público conocimiento que realizo rutas literarias por París y que, con una devoción no siempre disciplinada, frecuento el cine. Los más cercanos sabrán también —porque hice comentarios insistentes al respecto— que la noche anterior al relato que sigue fui a ver la película «Un poeta», escrita por el colombiano Simón Mesa Soto. La emoción que sentí por este noble hombre llamado Óscar Restrepo, y la indignación ante las mentiras que le enfundaban, fue de tal consideración que, al salir del cine, les propuse a los demás que habían ido a verla brindar por él y comentar la película.

Entre el recuerdo de frases y el análisis de alguna escena; entre la crítica y la inevitable autocrítica de ciertos personajes —y de nosotros mismos—, las horas fueron pasando, y los bares también. Nunca olvidé, ni olvidaba, que al día siguiente tenía programada una ruta literaria con un grupo de estudiantes de traductología provenientes de Bélgica, interesados en conocer algo más sobre los autores latinoamericanos en París.

Por esa razón, entre el último bar de la noche y el punto de encuentro del comienzo de la ruta, pasé por mi casa a buscar los papeles y un libro para hablar del autor que ellos habían solicitado. He aquí que, quizá —y muy probablemente— influenciado por el drama y la comedia de la película ambientada en Medellín, preparé todo pensando en Gabriel García Márquez cuando, en realidad, el grupo había solicitado a Julio Cortázar. Circunstancia que sólo advertí cuando la profesora responsable del grupo con un comentario me lo hizo saber.

Ya era de mañana, aunque aún estuviera algo oscuro. Llegué caminando a la place de la Sorbonne con la convicción tranquila de llegar puntual. El aire tenía, entre esas fuentes, un aspecto triunfal de lo que funciona, y los adoquines, recién lavados por el rocío nocturno, acompañaban ese aire con su brillo. Nada hacía prever que el paseo —al fin de cuentas, un paseo tras un pensamiento decente— iba a torcerse con la obstinación de las cosas vivas.

Llegado al punto de encuentro, recibí un mensaje anunciando una demora. «No hay problema —respondí—, los espero en la fuente; tengo una carpeta roja en la mano». Me senté a esperar. Fue evidente que, cuando la persona a cargo del grupo llegó, sentí que alguien me despertaba, y la carpeta roja ya no estaba en mis manos, sino que hacía de almohada.

—Disculpe —me dijo—, ¿usted es el de la ruta?

El acento típico de Burgos me descolocó por completo.

—Sí —dije tras un instante de duda, y miré el reloj: no habían pasado unos «minutillos», sino media hora.

Ella explicó el retraso y su relato se volvió una nube espesa hasta que respiré hondo, sentí el aire entrar y salir, y entonces escuché con claridad lo que agregó:

—Es interesante, porque mi colega me dijo que la ruta Cortázar que ella hizo la habían citado en la Gare de l’Est… ¿Puede ser?

En ese instante entendí, con la lucidez cruel de quien despierta, que había preparado con fervor caribeño la ruta de García Márquez y no la de Cortázar.

No hay problema —dijo ella— en empezar aquí. «Las rutas empiezan donde pueden», agregó. La frase me pareció tan justa que metí la mano derecha en la fuente, sosteniendo la carpeta roja con la axila del otro brazo, y me di un golpe de agua fría en la cara.

—Puede ser, sí. Comencemos, pues —dije.

Ese pues fue, probablemente, lo más sobreactuado que hice para sobrellevar el momento. Pedí tres segundos y, en ese lapso, acomodé fechas, nombres, lugares y personajes como si fueran fichas. Empecé hablando sobre por qué estábamos allí, del libro «Los 68» de Carlos Fuentes, de un viaje a Praga con Cortázar, del jazz y de todo eso que ya sabemos.

Luego, seguimos hacia el antiguo hotel de Flandre, donde sabía que había una placa dedicada a Gabriel García Márquez, pero como el edificio estaba en refacciones y la placa no estaba, allí dije que Julio Cortázar había escrito «Todos los fuegos el fuego» y leí un fragmento en el que el autor recordaba esos años de precariedad parisina, de milagros cotidianos, que —según confesaba— lo habían convertido en escritor. Ese pasaje, leído en voz alta, funcionó como un golpe de timón inesperado y tomamos rumbo a la rue Sommerard

Recordé, entonces, un sueño de Horacio Oliveira: dos ventanas, una en Banfield y otra en ese mismo edificio, donde estaba con la Maga. Conté cómo el sueño terminaba con un despertar incómodo, meado a las cuatro de la mañana, mientras yo señalaba hacia dos direcciones como un inspector de tránsito y apuntaba con el mentón al cartel con el nombre de la calle. 

Esa imagen de un hombre meado bastó para seguir adelante, aunque mi cuerpo también reclamaba atención a las náuseas y la cabeza girando como un trompo sobre una superficie porosa. Algo de la noche anterior, discutiendo sobre cine y poesía, pedía ahora derechos de autor. Fue en ese momento que recordé un papel que llevaba y decía: boulevard Saint-Germain y boulevard Saint-Michel. Levanté la cabeza y, en el horizonte, estaba esa esquina.

Llegamos allí y expliqué cómo Cortázar había conocido a Hemingway, y leí unas líneas del encuentro en el único libro que llevaba conmigo. Cuando la vista se me nubló, improvisé: como Cortázar es alto y Hemingway también, se miraron entre los árboles y, con su voz de Tarzán, Cortázar le gritó: «¡Maestro!». Y como Hemingway, entre tantos estudiantes de la Sorbonne, se dio cuenta de que le hablaban a él, se dio vuelta, levantó la mano y dijo, con acento de torero: «Adiós, amigo».

Al ver los rostros contentos de los estudiantes belgas, sentí que pasé la prueba y podía seguir. Ese nuevo golpe, no de timón, sino anímico ayudó a que las náuseas se fueran, pero no el dolor de cabeza, todo lo cual me hizo entrar más en conciencia de que no estábamos lejos del 150 del boulevard Saint-Germain, donde antiguamente estaba el bar Old Navy. De esto estaba seguro: Gabriel García Márquez dijo que allí, en un otoño triste de 1956, alguien le dijo que Cortázar escribía en ese bar y que allí lo esperó varias semanas.

Llegamos, nos paramos en la vereda de enfrente y, desde allí, los invité a imaginar la escena: Cortázar entrando tarde, con la lluvia todavía en el abrigo; García Márquez hablando de Faulkner, de la necesidad de mirar América Latina desde lejos; hablando de literatura para no hablar del miedo, de París para no hablar del tiempo. Piensen en esa conversación, reiteraba, en Cortázar diciendo «quizás algún día se lleve a cabo la síntesis latinoamericana» y en Gabo respondiendo «yo no me siento español, pero no puedo olvidar que nuestros abuelos eran españoles». Pero la conversación se volvió tan improbable —o yo me fui tanto por las ramas— que la profesora me preguntó:

—¿Vamos a seguir hacia otro punto?

Claro, adelante, y retomamos la marcha por la rue de Seine.

Para entonces ya me sentía mejor. Siempre que uno puede ver el horizonte alto de un río, el cuerpo se ordena solo. Una gaviota pasó volando bajo y sentí —sin ironía— que me saludaba y me indicaba el camino, y comencé a recitar en voz baja el inicio de «Rayuela», no las frases exactas, sino el gesto: la pregunta por la manera correcta —o incorrecta— de estar en el mundo, la casualidad de la gente al encontrarse y la sospecha de que el orden es apenas una convención educada, hasta que cruzamos el pequeño arco del quai de Conti, la calle, y subimos cuatro o cinco escalones antes del Pont des Arts.

Propuse entonces, con la torre Eiffel de fondo, hacer una foto grupal. El grupo aceptó con alivio y se acomodó como pudo. En ese momento apareció una chica con una cámara antigua, de estilo vintage, y dijo que podía tomar la foto, aclarando que no tenía precio fijo, que era a voluntad. Tomó una y, cuando la mostró, la sorpresa fue total: era Salvador Dalí caminando por París con un oso hormiguero.

Nadie habló de inmediato, pero yo sí me di cuenta de que era la foto que días atrás había perdido tras una ráfaga de viento en otra ruta. No pregunté cómo había llegado hasta ahí. Tampoco por qué la imagen había decidido volver justo en ese momento. La chica guardó el aparato con cuidado, aceptó unas monedas y se alejó sin apuro. Fue entonces, cuando ya se perdía entre la gente, que todos se hicieron la misma pregunta:

—¿Y si era ella? ¿La Maga?

—Efectivamente —respondí—, era parte de la producción de este paseo.

El grupo volvió a mirar a la supuesta Maga, que se marchaba de un lado a otro entre las barandas del puente; luego se puso a mirar el río, y todos miraron hacia la misma dirección que ella.

—Gracias —dije. Nadie me miró a mí, y en ese instante el malestar casi había desaparecido del todo.

Pensé entonces —ya no del todo desde adentro— que quizá el paseo no había salido mal. Que lo que había llamado error —confundir autores, mezclar papeles— era apenas otra forma de felicidad. Que París, cuando se lo camina, no devuelve lo que uno busca, sino lo que todavía no sabía que estaba buscando. Así, en esa perplejidad, nos quedamos un momento más en el puente.

Regresé a casa en una caminata tranquila, sin euforia, pero satisfecho por la improvisación consciente que había hecho, pensando que algunas crónicas no se escriben para ordenar los hechos, sino para dejar constancia de que, por un instante, la literatura decide adelantarse y caminar sola, y que uno sólo acompañaba.