El cuidado de los nombres, por Kevin Jones


En la tapa coexisten tres nombres. En el margen superior se encuentra el de Mario Daniel Villagra, quien estuvo a cargo de la publicación. Escritor, comunicador y educador, se nos presenta en este volumen como un investigador que recorre la trayectoria vital y literaria de un poeta para poder ofrecernos un conjunto de coordenadas desde las cuales ingresar a su obra. Sus realizaciones audiovisuales alrededor de figuras como Miguel Ángel Federik, Marta Zamarripa y Arnaldo Calveyra prefiguran este trabajo.

En el margen inferior se encuentra Azogue Libros. Un rostro de ojos cerrados surgiendo del agua y la fijación tipográfica del sello editorial. Es la segunda publicación de Azogue, editorial autogestiva llevado adelante por Lucas Mercado, que se diera a conocer el pasado año con la publicación de El mandadito de Malcon D’Stefano.

En el centro, separado en sílabas, se haya la palabra Benavento. Es particular el detenimiento sobre ese nombre que la tapa provoca. El apellido del poeta victoriense queda convertido entonces en un nombre doble. Es por un lado el título de un libro que ahora tenemos con nosotros, pero también ha sido y seguirá siendo el nombre (¿puede un apellido ser un nombre?) que mencione, por elipsis, al autor que se ubica, como aquí, al centro de este trabajo.

La tapa diseñada por Eva Cabrera da cuenta de esta problematización al trabajar sobre una fotografía de Gaspar Benavento perteneciente al Archivo General de la Nación. El rostro de perfil es reproducido en tres figuras que se chocan, espejan, superponen. La imagen podría haber sido una, pero prefirió, como los nombres, multiplicarse.

El interior también se dividirá en tres momentos. El primero de ellos es una cronología del autor que busca fijar datos desde los cuales leerlo. En el segundo, se nos ofrece una selección de poemas tomados de las publicaciones hechas en vida por el autor. Se abre entonces un arco que va desde Sol de Amanecer (1926) a Soledad pensativa (1960). Finalmente, retorna la voz de Villagra para introducir un último momento en el cual nos ofrece una lectura de la obra de Gaspar L. y sus elecciones al respecto. Le siguen fotografías del autor junto a un poema de José Martí dedicado al propio Benavento. Finalmente, el libro se cierra con la bibliografía propia de Benavento, alrededor suyo y de la publicación.

Hacia dentro, la preocupación por los nombres también se hace sentir. Así nos lo señala Villagra cuando explica los motivos por los cuales se referirá a este autor durante el volumen como Gasparele:

“(…) con Gasparele ayudaríamos a eliminar el equívoco de si nos referimos a Gaspar Leoncio, Gaspar Lucio o, efectivamente, Gaspar Lucilo Benavento. La confusión del nombre en reiteradas publicaciones resulta, quizás, un síntoma del descuido, no digo del desconocimiento de la persona, ni tampoco de su obra –aunque esto último sea posible-.”

El corazón de la aclaración se ubica en la distinción entre descuido y desconocimiento que nos permite plantearnos qué ha sucedido con el nombre de Benavento durante todos estos años ¿Se trató de desconocimiento o de descuido? Y en ese sentido, ¿cuál es la falta que esta publicación repone? ¿La del descuido o del desconocimiento? La posibilidad de leer a Benavento como una edición que viene a cuidar un nombre interesa en tanto nos permite interpretar las intenciones de la tarea emprendida en estos años sobre “nuestros poetas” desde un nuevo prisma.

A través de la selección que Villagra realiza podemos observar una trayectoria en que los tonos cambian, aunque insistan en la recurrencia de una dicción casi total de sus objetos. Ya sea la Madre, la ciudad que lo cobija temporalmente, o el sentimiento que lo embarga, de lo que se trata es de decir ese territorio en su totalidad. Una vocación abarcadora que recuerda fácilmente a la “Luz de provincia” de Mastronardi y El Gualeguay de Juanele, y que en Benavento encuentra su madurez en La de las siete colinas (1946). El poemario quizás más conocido del autor, y donde se encarga de la tarea de decir, finalmente, su tierra natal. Benavento nos permite visualizar el modo en que ese tono se fue construyendo, los modos en que llegó hasta allí y también, los modos en que luego pudo salir de allí en otros poemarios como Entre Ríos, tierra de horneros (1949) o Soledad pensativa (1960).

En este sentido, Benavento también llevó consigo la dificultad del nombre. A la vez que nos dice “este dulzor es suyo” para hablar de la Madre, nos dirá “Entre Ríos es esta campesina / risueña.” Como quien se para delante de una pizarra y señala dos objetos, hay ahí una preocupación docente por llegar a conocer y dar a conocer el significado detrás de las palabras.

Con este libro, se va confirmando un tono hasta hace poco inédito para la edición independiente  en la región. Nos referimos al modo en que ésta ha comenzado a abordar un trabajo de archivo. Como si además de tener una oreja puesta en la emergencia del presente, pudieran arrimar otra al pasado. Así, vemos un nuevo tratamiento formal sobre libros que hasta hace un tiempo no podían imaginarse en sus catálogos. En este sentido, Benavento se pone en serie con publicaciones como Pinina del litoral. La danza de Verónica Kuttel (La Ventana ediciones, 2018) donde también se decide reunir piezas sueltas para dar una lectura posible de una figura local que se entiende tiene aún cosas para decirnos. O, en especial, con el Mastronardi de Miguel Ángel Petrecca (Ediciones Neutrinos, 2018). Allí también vemos a un escritor abordar desde el respeto y la fascinación una figura de la tradición para reponer su historia. Y ahí, también, el apellido es vuelto un nombre desde el cual ingresar como una contraseña.

¿Cuál será la noticia que Benavento nos trae de atrás? Tal vez sea en esa preocupación por saber, por llegar a conocer, en la que lo encontremos. Una posición desde la que elaboró una figura de autor en la que permanecer.

Es decir, ante todo, los poemas. El mayor acierto de este libro consiste en haber vuelto a poner en circulación textos de Benavento que, en muchos casos, fueron editados una sola vez. Si antes nos maravillamos en el descubrimiento de las obras de Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi, Juan José Manauta, Emma Barrandeguy o Arnaldo Calveyra por nombrar sensaciones, territorios, nombres propios en que nos sentíamos identificados, Gaspar L. Benavento no nos decepciona en ofrecernos de nuevo el mismo territorio, pero distinto. La imagen que más se ajusta a esa sensación es la del clima, como si en Benavento cambiáramos de estación y dijéramos con él, como en “Otoño” que aquí se trata de otra emoción:

 

(…)

Claridad de la vida y de las cosas.

Simplicidad del gesto y del milagro.

Es otra emoción. Es otro el eco

de la palpitación que siente el árbol.

 

Benavento es parte de una saga literaria e histórica de esta provincia que ya hace tiempo está reescribiendo su relato. Pero a la vez que es ese, se encarga de ser otro. Nos devuelve así una imagen de Entre Ríos parecida pero distinta. Ojalá tengamos la sutileza necesaria para reconocernos en esa resonancia, porque de ese modo Benavento se instituye como un nombre que aún y de un modo distinto, nos nombra.*


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* Publicado originalmente en Revista 170 Escalones