Cuba era un sol inédito

 A Osman Alfonso Torriente 

Sobre el día que estuve en Cuba no recuerdo mucho. En realidad fueron horas. Aquel día 16 de febrero de 2023 proyectaban la película sobre Silvia Baron Supervielle, en el marco de la Feria Internacional del Libro, invitado por la Alianza Francesa, en la capital de aquel país.   

Salí por la puerta lateral del hotel nacional de la habana, y antes de enfrentarme por primera vez con el malecón, el muelle, las rocas y el mar, me metí por una cortada recomendada, Calle 25, que me había apuntado un personal del hotel. Allí la presencia de unos lugares íntimos, técnicamente eran bares, pero donde no solamente se bebía, además sucedían otras vivencias. Se tomaba un trago que no tenía nombre, que se pedía a la voz de “deme el trago”, así me lo predijo también el muchachón del hotel. No sabía bien qué era, sin embargo me gustó su textura a miel líquida, levemente fría y energizante. Mientras tomaba escuché con atención suprema todo lo que me podían contar los lugareños y también lo que podía oír de las mesas colindantes. 

No faltó uno que dijera que Hemingway pasaba de tanto en tanto por allí, para que varios otros afirmaron con la cabeza; de tantas descripciones, algunos parecían no conocerlo o confundirlo con García Márquez. A quien todos conocían era al Che. Evité decir que era argentino, pero saltó a la vista, mejor dicho a la oreja, cuando comentamos que quizás por la noche tendríamos lluvia. Aproveché las risas para salir sin llamar la atención, aturdido me fui hasta el malecón. 

Él atraía ese estado de aturdimiento en el que me encontraba, pues fui imantado hacia ese ruido poderoso y mayor que hacían las olas al golpear. Rompían, así le dice en La Habana, y las veía en directo como tantas veces las había visto moverse en documentales. Realidad, sueño, ficción, se movían juntas, y para hacerlo todo más dialécticamente contradictorio, la bruma de salitre y el aroma me atravesaban mientras en mí resistía el dulzor en mis labios del trago que me había tomado en el bar. Todo en suma comprobación de que eso era cierto —no menos lo es, eso sí recuerdo, según dijeron, que del campo venía la receta del trago. 

Aquel día, como la proyección era a las cuatro de la tarde, me propuse hacer tiempo y detenerme en todos los detalles que llamasen, por alguna razón, mi atención; mismo si no la hubiera, toda observación entraría dentro del justificativo mayor que era hacer tiempo, transcurrir, andar hasta llegar, por vueltas de las 1330, al Parque Máximo Gómez. Allí comer, pero comería al lado, precisamente en el Parque de los Enamorados. Me pareció más íntimo, como el bar. El otro parque, el Gómez, me intimidaba para masticar tranquilo, como precisaba, aquello que compré de camino. 

Todo suficiente. Eso sí, tomé mucha agua. Menos apuntes que agua, de eso estoy seguro, y de que el agua regulaba mi temperatura, porque el calor que sentía no era mucho; tampoco tenía referencia para poder decir “mucho” o “poco”, sería injusto. Cuba era un sol inédito en esta parte de la tierra. 

Cuando escuché que venía con el viento el sonido, insistente y tímido, de la campanas de la catedral de San Cristóbal, calculé además que eran las 1500. Me puse los zapatos, miré el sol una vez más, estornudé, y luego emprendí marcha, hacia arriba y por la sombra de la hilera de árboles del Paseo Martí. Cuando llegué a la altura del Prado 212, me paré frente a la puerta. Miré mis manos, frente a mi frente, y era la Habana Vieja en el fondo, estaba aquí, y yo allí. 

Luego, cuando fui a cenar a la casa invitada, la dueña me dijo que aparecí, por unos segundo, en el mismo cuadro con Silvia, Aimé Césaire y no sé quiénes otros.