Existen tres temas significativos en el documental. El
primero es cómo sus dos hijos insisten en que jamás sintieron que estorbaran a
su padre en su tarea de escritor ni que esa tarea les robara su cariño. En esa
armonía entre paternidad y escritura queda ratificada la afirmación del
estudioso Pablo Gianera: la inseparabilidad entre biografía y textualidad en el
poeta.
El segundo punto consiste en el que cita Silvia Baron
Supervielle, su traductora y amiga. El lenguaje que subyace a la experiencia
poética. Pasa por encima de la lengua, incluso materna. Dado que en el caso de
Calveyra tiene lugar el fenómeno del bilingüismo, esta dimensión queda más
acentuada aún. Hay una lengua “que hablan los poetas”. O, para ser más acotado,
“que habla Calveyra”. ¿Un idiolecto, en términos de los estudios literarios?
Quizás esa zona que se ubica por entre los intersticios del lenguaje. Lo que
podría ser leído como una experiencia mística. En virtud de lo que menciona su
hija Eva: en Calveyra hay una progresión de la espiritualidad en la medida en
que su proyecto de escritura se despliega en el tiempo. Más aún si prestamos
atención a los títulos de sus últimas obras: Maizal del gregoriano, Diario de
Eleusis o El cuaderno griego. Ello ya despliega y pone en evidencia una escena.
Por último, el tercer punto en el que sí quisiera
detenerme es en su relación con Mansilla, su pueblo natal. Porque de allí, o no
se ha marchado, o bien se está siempre marchando (en un estado de incertidumbre
suspensiva), o bien se ha marchado pero permanece en esa “cuarta dimensión”. La
que experimenta cuando abre ventana en París por la mañana, según sus R64
Reviews palabras. Se trata de un “irse sin haber partido”. Una vivencia que
podríamos definir como una ensoñación nostálgica, según la cual Calveyra
percibe a Mansilla junto a la realidad empírica de la cotidianidad en forma
simultánea.
Ir tras los pasos de Arnaldo Calveyra para el director
Mario Daniel Villagra resulta una empresa difícil pero que simultáneamente
tiene delante de sus ojos. Como si él mismo estuviera asistiendo a un film. La
vida de Calveyra resulta tan profundamente coherente y cohesiva, tan elocuente
a la vez, que sus huellas son sus pasos y su desplazamiento es, paradojalmente,
su quietud. Por otra parte, el diálogo que ha de haber entablado Villagra con
sus libros seguramente de seguro ha sido fecundo, interpelado por los poemas de
modo persuasivo. Pero más circundado, más envuelto por ellos que sacudido.
Porque ese es el efecto que produce la poética de Calveyra.
La banda de sonido, cuya música original estuvo a
cargo de Gustavo Reynoso, es delicada y confiere personalidad al film. Ubica
los silencios en los lugares acertados y las zonas tonales en los pertinentes.
La voz en off ejecuta otra clase de ejemplos, los que “narran” aquello que está
por detrás de los significados de la imagen. Una voz que en todo caso
resignifica la imagen o bien repone una información imprescindible en el caso
de un poeta radicado en el extranjero. En donde conocer ciertos detalles
contextuales resulta relevante.
Y luego está esa otra cara del documental. La que
plasma el segundo bilingüismo, el metafórico, el geográfico inclusivo del arquitectónico.
Y del pictórico, me atrevería a afirmar, porque el film exhibe asimismo
determinadas pinceladas. El pueblo de Mansilla, de naturaleza austera. Luego
Concepción del Uruguay, de vida más agitada, y a continuación Buenos Aires, una
urbe cuya modernidad hace contrapunto con lo pueblerino de los comienzos. Esta
espacialidad argentina se distingue del panorama elegante de una ciudad
europea. Esa París que abarca varias temporalidades. La de la llegada, la de su
vida diaria, la inspiradora mediante paseos por sus jardines de una poética.
Los trazos, las huellas, pueden ser leídos en otra clave: la del tiempo. Esa
que inscribe en el cuerpo su magnitud. La que señala nuestra condición finita.
Nuestros límites tanto como nuestro devenir. Hay sin embargo en el poeta una
suerte de fortaleza como de roca, que confieren a él y a su poética un atributo
indestructible. Se trata del encuentro de una claridad feliz: la un rostro con
la transparencia de un cristal, proyectados en una poética concreta.
Para cerrar, diría que “la ruta de la seda” es una
buena metáfora que se ajusta a la materia del film: su carácter dúctil, sutil,
que se adapta a toda forma, casi aérea y que a la vez pareciera no tener
volumen. Es esa ruta que emprendió Mario Daniel Villagra, que antes había
emprendido Arnaldo Calveyra. El documental, respetuoso de la esencia y la
espiritualidad del poeta compone un friso, sin estridencias, mediante una serie
de operaciones que denotan y connotan a Calveyra. Es en este sentido el más
ético de los homenajes.
Adrián Ferrero, Universidad Nacional de La Plata