Maradona muere en el exilio

París, sábado 28 de noviembre de 2020, Plaza de la Bastilla.
Manifestación en contra de la Ley de Seguridad global,
impulsada por el oficialismo, la cual, en el artículo 24,
grosso modo, impide registrar audiovisualmente a los policías.

Es real y es simbólico, como Diego Armando, como su muerte. Maradona muere en el exilio no porque lo lloraron en Italia; las imágenes en Nápoles demostraron un ejemplar amor por este extranjero (y se enojaran con razón por decirle extranjero); en Siria, el artista Aziz Al-Asmar lo retrató, uniendo estilos, lo levanta de las ruinas; en Australia, los All Blacks hicieron una “ofrenda” con la camiseta 10 y su nombre (que quizás fue un tackle alto al alma, de huevo duro y porque los 10 de diferencia del match anterior aún los tenían dentro); en Madrid, Valdano dice “fue el fatal recorrido desde su condición de humano al de mito, el que lo dividió en dos”, con lo cual, en parte, acuerdo y, en otra, discrepo, pues Diego Maradona era, mínimo, las cuatro caras de la luna: el brujo malo, el brujo bueno, el mal brujo y el buen brujo que hizo uno de los mejores conjuros que se vieron dentro del terreno de juego; y discrepo también en que era “inequívocamente argentino”, si bien puede ser un arquetipo de lo que podemos ser, pero él, aunque defendía los colores albicelestes, era un internacionalista, y por eso lo velaron en todas partes del mundo.

Maradona muere en el exilio, además, porque su patria eran todas las patrias de cien por setenta —y los potreros. Allí, en su patria del fútbol, ayudó a organizar a los jugadores cuando a éstos se los veía como simples corre pelotas, aunque esa conciencia de clase no llegue a todos, él, además de ser un atleta, levantó la moral de los trabajadores del deporte y solidifica una solidaridad entre el gremio. Como dijo Nora Cortiñas, si las nietas hoy juegan al fútbol es porque el fútbol llegó más lejos con él, y en eso Maradona es parte y todo.

Maradona muere en exilio también porque muere en un país que él no quiere. Es decir, que no se malinterprete, Maradona no vivía, en su imaginario, en un país que tiene un 40,9 de pobreza, él soñaba otra cosa; semanas atrás expresó “en un momento de crisis, se necesita la ayuda de los que más tenemos”, esa es la Argentina que quería y no la de la imagen de un policía disparando a la altura del plexo a una persona, cuando este solamente extendía una bandera con la leyenda “Gracias Diego” —acaso un mensaje para los que piensan que pueden ir a despedir a un líder popular así nomás.

Maradona muere en el exilio, claro que es un título en clave política, porque él fue un animal político, y porque también murió aquí, donde me enteré también en estos días que en 1981, cuando vino a jugar para Boca, en el estadio los familiares de detenidos-desaparecidos argentinos esgrimieron una pancarta preguntando por los 30.000, y Maradona los habría acompañado con su gesto mientras se cantaba el himno argentino.

En esta misma ciudad, en el marco del mundial de fútbol de 1998, Arnaldo Calveyra se preguntaba sobre el fútbol en su infancia “si ya por entonces no jugábamos al fútbol para no matarnos, si ya entonces no jugábamos a no matarnos”.

La intuición de Calveyra es inteligente y amorosa: el fútbol es un canal de afecto. Y Maradona supo despertar eso, recíprocamente, en quienes lo miraron, afecto de él con su juguete “aunque de trapo”, que lo llevó a soñar un mundial y ganarlo; templanza que lo llevó a enfrentarse con los dueños del fútbol mundial, hasta que lo echaron de su patria, y, como él dijo, le “cortaron las piernas”. Pero como todo exilio es ir y volver, Maradona volvió, volvió a jugar y volvió hoy; el D1OS de la iglesia Maradoniana resucitó a los tres días en la bandera de una marcha, pero soy yo el que tiene treinta y tres, la misma edad que Maradona tenía en 1994 cuando lloraba frente a las cámaras. Ahora sé porque lloraba.


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Publicada originalmente en Miércoles Digital, 28 de noviembre de 2020