Una mirada sobre el proyecto estético de Alejandra Pizarnik

En la siguiente entrevista con la autora de Une calligraphie des ombres. Les manuscrits d'Alejandra Pizarnik, Mariana Di Ció nos brinda su mirada tras 10 años de trabajar sobre la obra de Alejandra Pizarnik. Di Ció aborda temas sobre la literatura en América Latina en el SXX – XXI, la poesía argentina y algunas prácticas de escritura. Actualmente se desempeña como docente en el Departamento de Estudios Ibéricos y Latinoamericanos de la Universidad Paris III-Sorbonne Nouvelle.


En principio, quisiera que me hable acerca de cómo distinguir lo que es Alejandra Pizarnik, por un lado, como sujeto biográfico y, por otro, como objeto de estudio literario.


Generalmente, el primer acceso que se tiene a la obra de Alejandra Pizarnik es a través de su figura. Por las circunstancias biográficas un poco trágicas, por el modo en que circula la obra también, sobre todo por poemas como los de Árbol de Diana, que son poemas breves y que muchas veces se memorizan, se escriben en un cuaderno… en realidad, lo que primero impacta es el aspecto biográfico. Y, en alguna medida, muchas veces, ese aspecto biográfico impide el verdadero acceso a la obra. Es decir, Alejandra Pizarnik se queda muchas veces fijada en una especie de imagen inamovible: la imagen de la niña maldita, de la suicida, la pobrecita, la que ha tenido amores trágicos, etc., según el mayor o menor conocimiento que uno tenga de la obra. Digamos que esas son las características que, incluso una persona que mínimamente haya leído dos o tres poemas, conoce. Entonces siempre es el aspecto biográfico primero. Incluso, hay una tendencia común, bastante usual, de referirse a ella con el nombre propio, Alejandra, donde se borra, de alguna manera, el apellido. En alguna medida, esta omisión me parece sintomática del ocultamiento de su obra. Y lo que me parece interesante es ver que, a pesar de la aparente simpleza de sus textos —y esto tiene ya relación con el trabajo que podemos ver en los archivos—, a pesar de esa especie de concisión, sobre todo en ciertos poemarios (principalmente Árbol de Diana y Los trabajos y las noches pero quizás también en algunos textos de Extracción de piedra de la locura y de El infierno musical aunque no tanto en los textos de prosa ni en el teatro), no suele verse todo el trabajo que hay detrás del proyecto estético mismo, que Pizarnik va desarrollando minuciosamente. Un proyecto estético que, en realidad, está también fraguando una especie de figura de autor, que por otra parte la obra misma fomenta. Entonces, en ese sentido, me parece interesante ver, y quizás analizar con cierta perspectiva —ahí vendría el trabajo literario— que muchos de los términos que habitualmente se aplican a la figura de Alejandra Pizarnik, en el fondo lo que están haciendo es movilizando sintagmas, o incluso versos que ya están en la obra: “la pequeña olvidada”, “la pequeña viajera”, “la pequeña huérfana”. Muchas veces el diminutivo, el uso del femenino y de la primera persona, fomentan esa confusión entre la figura literaria que aparece en sus poemas y la figura biográfica, con la que el lector ingenuo o no especializado la asocia más o menos directamente. Pero se trata, en realidad, de una estrategia de la que Pizarnik misma se sirve para construir cierta figura literaria, que puede coincidir, o no —y que quizás coincide parcialmente— con la figura biográfica. En el caso de Alejandra Pizarnik, me parece sobre todo que esta estrategia supone cierta voluntad de inscribirse en el marco de la misma genealogía a la que pertenecen los poetas malditos. Una genealogía que la entroncaría con otros, como Paul Verlaine, y sobre todo Arthur Rimbaud o el Conde de Lautréamont (Isidore Ducasse). Entonces, las primeras lecturas, un poco más ingenuas, hacen que uno caiga en la trampa y no se dé cuenta de que en realidad es la propia Pizarnik la que está movilizando esa asociación. Pero, en realidad, con otra intención —la de considerarse, justamente, ella misma también como parte de esta tradición de grandes escritores trágicos—. Es decir, más allá de que en su vida biográfica seguramente tenía angustias como puede tener cualquiera, Pizarnik fomenta aquellos rasgos que pueden corresponder con los del poeta maldito —no digo que sea una impostura, simplemente digo que de una manera más o menos deliberada, elige subrayar estos rasgos en particular. Mi hipótesis es que esta asociación le permite acercarse a esas otras grandes figuras y, de ese modo, encontrar su lugar, entroncarse en la historia literaria.


¿Eso explicaría su proyecto literario?

En alguna medida. No reside únicamente en eso, pero digamos que me parece que una de sus grandes obsesiones es, precisamente, ser reconocida como una gran escritora, mostrar que escribe bien, a pesar de cuestionar permanentemente sus capacidades lingüísticas, lo que la lleva incluso a practicar una serie de ejercicios preparatorios para la escritura, y que resultan bastante sintomáticos de este malestar. A pesar de esto, Pizarnik desea que los demás —y especialmente aquellos a quienes ella respeta intelectualmente— la consideren una gran escritora. La identificación con los poetas malditos es entonces una de las estrategias que emplea; no es la única, pero es tal vez la más visible y la que impacta de manera más directa en su figura, probablemente fomentada también por esta asociación que comentaba: por el uso del género gramatical femenino, un uso muy marcado de la primera persona, acompañada de una adjetivación en femenino. Estas marcas gramaticales fomentan la confusión entre el sujeto lírico y el sujeto biográfico (una asociación que es, por cierto, relativamente frecuente en poesía). Como decía, el uso de la primera persona y del femenino, así como la presencia de ciertas características que más o menos uno puede conocer y asociar a la biografía de la escritora, hacen que la frontera entre la vida y la obra se vuelva difusa, porosa. 


¿Qué lugar ocupa la narrativa en la obra de Pizarnik?


Yo diría que la preocupación por la narrativa es mucho más importante de lo que uno podría pensar en un principio, algo que se ve de manera muy patente en los diarios, donde aparece esa obsesión por escribir una novela, tal vez como si una suerte de garantía de escritor consagrado. Yo no sabía, por ejemplo —lo descubrí leyendo los diarios— hasta qué punto la prosa era una preocupación para ella, y fue en cierta medida una sorpresa. Cuando uno consulta el archivo se da cuenta de que en realidad la prosa ocupa un lugar relativamente importante en su obra, si bien la prosa que conocemos es póstuma, salvo los artículos, más o menos críticos, mayormente de divulgación: reseñas de otros libros, algún comentario más crítico sobre Lautréamont, Cortázar o Paz, por ejemplo. Pero a excepción de ese tipo de textos que ya conocíamos, en realidad empezamos a descubrir su prosa de manera algo más sistemática a partir de 1982, con la publicación de Textos de Sombra. Si bien para los lectores de la primera época que habían seguido su trayectoria en revistas de los años ‘60, incluso ‘70, no eran textos inéditos, esa parte de su obra era, entiendo yo, algo más desconocida. Pienso que hay una ambivalencia entre el hecho de considerarse y ser considerada por todos como una gran escritora y, por otro lado, una enorme “inquietud” en cuanto a sus capacidades en relación con la lengua, inquietud que la lleva a buscar en el diccionario palabras que son de lo más habituales, lo que por supuesto es llamativo.



Con esta pregunta se mezcla lo biográfico y lo literario… ¿hasta qué momento sigue escribiendo Alejandra Pizarnik?


Hasta el último momento, hasta septiembre de 1972; la letra es un poco diferente, hay unos cuantos espacios en blanco, no hay tanta continuidad entre los textos e incluso hay hojas arrancadas, pero sigue escribiendo hasta el final, si bien no todas las anotaciones son de orden literario. 


Para referirnos a los archivos en EEUU, ¿qué nos podría decir cuantitativamente y cualitativamente sobre ese material?


Los archivos se encuentran conservados en el Departamento de Manuscritos de la biblioteca de la Universidad de Princeton; es una colección relativamente voluminosa, organizada por series a partir de su contenido: diarios; cuadernos; escritos (poesía; ficción; no ficción); correspondencia, arte y luego miscelánea. Las mismas reglas de la biblioteca hacen que uno no pueda consultar más de una caja por vez, incluso, dentro de la caja, solo puede consultarse una carpeta por vez, que debe devolverse antes de poder consultar la siguiente. Si bien puede parecer algo trivial, esta particularidad ligada al modo de archivaje crea algunos problemas de orden práctico cuando no todo está ordenado como uno quisiera, ya que no se puede, o por lo menos resulta difícil, acercar dos páginas o dos textos, para poder compararlos, por ejemplo. En cuanto a la calidad, por supuesto son archivos muy ricos. En un primer momento me fascinaron pero a la vez también, me decepcionaron un poco porque no encontré lo que estaba buscando específicamente. Yo había ido con un proyecto en donde quería trabajar la relación entre el texto y la imagen, por esa idea que aparece muy frecuentemente en su obra de citar cuadros: “Extracción de la piedra de locura”, de El Bosco, incluso “El infierno musical”, que es la tercera parte del tríptico “El jardín de las delicias”, también de El Bosco. Entonces, un poco motivada por eso y por otras recurrencias a nombres de pintores que aparecen en sus textos (Odilon Redon, Goya, Klee, y otros), y sobre todo por una de las raras entrevistas, de la última época, en la que ella dice —y parafraseo de memoria— que cuando no encuentra la palabra adecuada hace un dibujo en su lugar, hasta que aparece la palabra deseada, y recién entonces borra el dibujo y escribe la palabra. Todos estos elementos, sumados a una serie de testimonios de distintos amigos que la habían conocido, y que hablaban de varios dibujos en los archivos —me había enterado también de que ella había formado parte del taller de Batlle Planas, un pintor catalán que estaba instalado en Buenos Aires en los años ‘60, y que había incluso expuesto en alguna galería (tenía apenas algunos datos fragmentarios de esas exposiciones, pero no mucho más)— me hacía suponer que esa relación entre texto e imagen era muy fuerte y podía ser productiva. Digamos que todos estos indicios me habían impulsado a consultar los archivos, pero cuando llegué esa idea se desvaneció rápidamente, porque en realidad había algunos dibujos marginales; cuanto mucho dos o tres dibujos terminados, que son los que reproduzco en el libro, y poco más. No encontré para nada, ni una sola vez, esa idea del dibujo en lugar de la palabra. A lo sumo un espacio en blanco y una flecha. Entonces ahí, una vez superado el momento de la desesperación, me empecé a plantear, primero, qué significaba esa voluntad, justamente, de decir “hago un dibujo en lugar de escribir una palabra”, cuando en la práctica, no había quedado ninguna huella de eso. Este desajuste me llevó a hacerme ciertas preguntas, y llegué a la conclusión de que, de todos modos, poco importaba que el gesto fuera real o no, que la realidad coincidiera o no con lo que ella decía, porque más importante aún era el hecho de que lo dijera de manera tan categórica. Es decir, más allá de la práctica concreta, allí había la expresión de un proyecto estético muy claro: asociar muy fuertemente lo visual, y la pintura en particular, con la palabra. También, evidentemente, ese desfase entre el decir y el hacer me obligó a pensar en otros términos todo lo que es visual y me di cuenta de que había, efectivamente, una enorme riqueza en los manuscritos y en los archivos en particular, que eran a su manera muy plásticos: había muchísimos colores, cuadernos, materiales muy dispares, hojas sueltas, a veces engrampadas entre sí, escritos a máquina con tinta de distintos colores —porque Pizarnik tenía varias máquinas: una con tinta verde, una con letra cursiva— pero también muchos textos manuscritos muy corregidos, a veces incluso con intervenciones de otros. Y eso me llevó a constatar la importancia que le acordaba a la visualización del texto en la página; a constatar un uso muy particular del espacio de la página, que nada tenía que ver con el tan difundido mito de la escritura “espontánea” en Pizarnik.



¿Eso tiene que ver con los modos de composición de Alejandra Pizarnik?


Claro, y eso tiene relación con lo que venía diciendo hace un momento: en realidad hay muchísimo más trabajo de lo que uno podría pensar. Siempre está el mito de esos breves poemas, especialmente en Árbol de Diana, en parte fomentado por el prólogo de Octavio Paz que los hace aparecer como pequeñas “iluminaciones” que surgieran casi por inspiración divina, como si aparecieran de la nada, cuando en realidad ocultan un trabajo muy minucioso y arduo con la palabra. Generalmente son textos mucho más largos que después se van depurando, decantando y se van reduciendo en su tamaño. Entonces, los manuscritos aportan un poco la prueba concreta que permite poner en duda ese mito, ya no tanto de la poeta maldita, sino también el de la escritura “inspirada” y no como fruto de la transpiración.


En cuanto a las publicaciones en vida, ¿se sabe si ella financiaba sus propias publicaciones o si eran iniciativas de su círculo de amistades?


Se sabe algo. Creo que el primer libro, o uno de los primeros, lo hizo con ayuda de su familia, y después siempre lo hizo por sus medios. Para Pizarnik fue siempre muy importante publicar; Árbol de Diana lo publicó en Sur, editorial que dependía de la famosa revista, ahí un poco gracias a la ayuda de Héctor Bianchotti, que en ese momento ocupaba de la gestión de la editorial Sur. También vemos un proyecto y una voluntad de posicionarse como escritora al pedirle a Octavio Paz, que ya era una figura —aún no había ganado el Premio Nobel, pero ya era una figura importantísima desde luego en México, pero también en Francia y en el extranjero en general— que escribiera un texto de presentación; un texto que por un lado la catapulta y la posiciona, y al mismo tiempo, también en cierta medida contribuye —me parece— a mitificarla.


En el libro Une calligraphie des ombres. Les manuscrits d'Alejandra Pizarnik ¿con qué se puede encontrar el lector?


Ese libro es una reescritura de mi tesis de doctorado, donde analizaba los distintos mecanismos de escritura y de composición de Pizarnik, con la idea de desmontar el mito de los poemas que surgen por generación espontánea. Entonces hay cosas muy interesantes que me permitieron ver los archivos. Hay por supuesto consideraciones generales, descriptivas, de los manuscritos. Traté de mostrar con algunos ejemplos concretos cuáles son esos mecanismos y cómo se produce la escritura. Encontré, por ejemplo, hasta cinco o incluso seis versiones de un mismo texto, donde se pueden ver cosas muy interesantes; como por ejemplo el modo en que un texto comienza siendo una prosa de dos o tres párrafos y luego se diagrama como si fuera un poema; luego hay una suerte de duda y de vuelta hacia atrás, y estamos seguros de que estos pasos ocurren en ese orden porque las versiones están en un mismo cuaderno, con páginas numeradas por ella misma. Vemos entonces que Alejandra Pizarnik pone incluso “ver página 5”, es decir, marca un reenvío a su propio texto que no deja dudas sobre la cronología, por lo menos en esa etapa. Claro, fue una sorpresa descubrir que muchas veces un texto puede empezar como prosa y después se va convirtiendo en un texto en verso, y por supuesto estos vaivenes dejan algunos interrogantes acerca del estatuto de su escritura; quiero decir: Pizarnik no necesariamente pensaba únicamente en términos poéticos, en el sentido de lírica; un ejemplo de uno de los descubrimientos que los archivos permiten. Y ahí vemos también un trabajo muy sistemático con la escritura; nada queda librado al azar, como podríamos estar tentados de pensar. El título del libro es Una caligrafía de las sombras. Los manuscritos de Alejandra Pizranik, y ahí mismo se sintetiza mucho de su trabajo de creación: porque el título es un verso de Pizarnik, pero también es una cita de un poema de Nelly Sachs que ella copia en traducción, y que encontramos en los archivos. Aparecen cuadernos con notas de lectura, el famoso Palais du vocabulaire, donde a mí me parece que hay un juego de palabras, porque ese “Palacio del Vocabulario” dialoga por una parte con la famosa “casa de citas” a la que tanto alude, una “casa de citas” que a la vez es procaz y literal, porque remite tanto al burdel como a la “casa del lenguaje” que aparece en muchos de sus textos —un concepto que, por otra parte, se inscribe también dentro de algunos pensamientos filosóficos acerca del lenguaje—. Pero también “Palais du vocabulaire”, para Pizarnik que vivió en París y que era francófona con ciertos errores, pero digamos que una buena francófona —palais significa también “paladar”—, y ella es perfectamente consciente de ese significado, porque lo menciona con esa acepción en una carta en francés, donde el término “palais” es utilizado con el sentido de paladar. Hay dos o tres cuadernos donde ella va copiando fragmentos o citas de textos ajenos que selecciona previamente, y que en algunos casos, aunque no siempre, incluye en sus propios textos. En ciertas ocasiones indica esa procedencia mediante el uso de itálicas, pero siempre sin demasiadas referencias precisas. Entonces hay un doble juego de sombras: porque escribe desde las sombras y también deja en la sombra otras escrituras, que son como un sustrato para su propia escritura y que le sirven como material, como materia prima. Por eso la idea del paladar, donde se trituran las palabras, donde se las mastica para producir otro elemento.



Publicado en 2014, Une calligraphie des ombres: les manuscrits d'Alejandra Pizarnik, de Mariana Di Ció, forma parte de la colección “Manuscrits Modernes” de Presses Universitaires de Vincennes.