Vale Martínez, una caudilla de La Paz

Valeria Soledad Martinez. La Paz 2016.
Semblanza:Con guitarra en mano, toca; con un poco de espacio, canta, con algo más, danza; en la vida, ríe, seguramente llora, ama y mece, sale y vuelve. Valeria Soledad Martínez es una gurisita costera que vive entre la sinfonía de la naturaleza; un caracol que supo llevarse con sus cosas a cuestas, que despacio fue y vino, y ahora vive en los pagos de Linares Cardozo.

Quizás el título sea exagerado, de mi parte, sino fuese que ella se dijo, entre risas, “yo soy una caudilla”. Lo hizo durante la visita a su nuevo hogar en calle El Amarillo; una callecita de tierra que va derecho al  río, en una zona donde en agosto y septiembre florecen por doquier los Aromitos. Ella metió su bocado mientras hablábamos, justamente, de los caudillos y los hermanos Kennedy. En ese momento, ya en presencia del Profesor y poeta Marcelo Faure, que se sumó a la ronda de mates que surgió mientras los rocíos de la noche se abrían —para ese entonces, habíamos hablado de la situación en la que estaba el Centro Cultural Cabyú Cuatía, de la Cooperativa de Trabajo, en el puerto, junto al río. Seguramente “la Vale” lo dijo desde la inocencia que caracteriza a todas aquellas personas que juegan y se divierten. Sin embargo, algo de eso hay. Pues ella sabe combinar las culturas, salir a recorren diferentes pueblos y trabajar en la educación. De profesión Maestra de Música, hoy más dedicada a la crianza, la Vale Martínez volvió a su ciudad natal, y allí fuimos a conversar sobre su vida, sus ideas y pasiones.    

LA PERSONA
En consecuencia, mientras caminamos desde la terminal hasta su casa, contó que su padre, Apolinario Martínez —el Negro Martínez, acota la Vale— y “mi mamá” —Lelia Edith Barolín, como dice ella—, mandaron a la Escuela Primaria  Nº 1 “Primera Junta” a las siete hermanas. Ella es la sexta, es decir, ¡por poco no es Bruja!; claro, según el dicho popular. Posteriormente, entre que terminó la secundaria, en La Paz, y se recibió de Profesora de Música en la Uader, en Paraná, pasaron diez movidos años (1997/2007).  Durante ese tiempo, en 2008  fue madre de Benju, comenzó a estudiar danza, hizo teatro, circo, estuvo cerca de una murga de estilo uruguayo, participó del coro de la ciudad, hasta que en el 2004 hizo manada: conformó el quinteto vocal e instrumental femenino llamo Tamvos. Con ellas grabaron un disco bajo el sello Shagrada Medra, antes de su separación en 2014. Un antes y un después. En 2015 vuelve a su ciudad natal como Directora del coro de niños del Programa Coros Escolares de CGE. Actualmente coordina una Orquesta de flautas llamada Camalotes, es Docente Titular de Música en la escuela N° 2 Primera Junta y también ejerce en la N° 109 Carlos Daniel Vila, todo en la ciudad de La Paz.
Cuando le pregunto qué está haciendo, modestamente me dice que solo está tocando con los niños, en la escuela, cantando canciones con ellos, como si eso fuera poco. “De a ratos me invitan los que han tocado acá y hago unos coros”, me aclara y luego me habla de los instrumentos como si, de hecho, tenga una relación con ellos: “el acordeón tiene la válvula rota y la guitarra la pude arreglar yo”, me cuenta como si por ahí anduvieran. Así vive, intercambiando saberes con Amor y moviéndose entre la euforia y la introspección, buscando, quizás, un lugar para contemplar. Y allí vienen las preguntas: 
    
— ¿Desde  cuándo recordas los primeros acercamientos a la música?
—Desde niña, cuando mi viejo escuchaba chamamé, los domingos mientras hacía el asado, y mi vieja cantaba, y nos cantaba, gurisito costero y canciones cristinas. Recuerdo también cuando iba al coro de niños municipal, ¡me encantaba!; cantábamos en público, en las vísperas de navidad. O de cuando íbamos al “El pago de hace canto", un festival de folclore que se hacía en el puerto. Madrugábamos allí. Todo eso recuerdo desde niña.


Imagen tomada por Benjamín, hijo de Valeria.


— ¿Y el acercamiento a los instrumentos?
—A los 12 años, o menos quizás, empecé a estudiar teclado; en realidad quería estudiar piano. En ese momento solo había una profesora copada, de piano, y mi vieja no podía enviarme a las clases porque eran bastante caras para ese momento económico de la familia.

— ¿Luego la guitarra?
— Exacto. Mi vieja me ayudó a leer música. Luego aprendí a tocar más con la profe de teclado, a la que asistí hasta que ella se fue de La Paz. Pues, bueno, mi mamá toca el piano, armónica, canta y tiene mucho oído. Luego sí, la guitarra la empecé a estudiar a los 16 años. Recuerdo que había unas clases gratuitas en la Casa de la Cultura de La Paz, en las que me embalé, aunque nunca había pensado en tocar guitarra. Las clases, ¡me encantaba! ¡Que lindo!, y al tiempo un amigo, y vecino, que también tocaba la guitarra pero desde chico, me prestó una para comenzar y luego me la vendió. Con él y con otro amigo con el que íbamos al puerto a leer poesía, hicimos una banda con la que tocamos las primeras canciones. Ahí ya tenía unos 15 años, sólo cantaba y aún no tocaba la guitarra —recuerda y ríe—. Escuchábamos Spinetta, La Bersuit, Los Abuelos –más luego enumera estas bandas del rock nacional.

— ¿Para qué haces música?
 — Hago música para soltar, para expresar.

— ¿Y cómo compones una canción?
— Compongo cuando estoy con ganas de decir cosas que de otra manera no puedo. Entonces aparecen las melodías y las palabras. Siempre es distinto, a veces llega la letra primero, otras una melodía, y ahí empiezo a jugar con lo que va saliendo. Con la voz, la guitarra, el acordeón o un tambor. Luego con el tiempo mutan un poco, sobre todo cuando se las comparto. Algunas canciones que he hecho  se diluyeron  y otras permanecen.


LA EDUCADORA
—Pasando a lo educativo, ¿cómo pensas una clase, vos tenes o tuviste tus guías?
—Para armar una clase de música muchas veces empiezo  recordando vivencias con niños, con quienes he transcurrido muchas experiencias. Los  “guías” que me acompañan y aparecen cuando quiero crear una clase son: un libro que se llama “Taller de animación y juegos musicales”, de Pescetti, editado en 1994, CDs de músicos que admiro, y vivencias compartidas con amigos músicos, maestros de música, docentes y talleristas que me han brindado mucho.

— Vos que has estado en escenarios, por un lado, y dando clases, por otro, ¿cuál son las diferencias y similitudes entre un concierto y la cotidianeidad de la música?

— En un concierto de sala o en un teatro, la atmósfera, para mí, siempre es mágica. Hay algo que no hay en ninguna otra parte. La iluminación, el silencio, los sonidos, el aire, los aplausos, la música. Ir a sentarse y a escuchar, o a bailar en algunos casos, o tocar o cantar, es extraordinario. Es un momento de felicidad, de comunión, de ritual y de trance muchas veces. Y cuando haces música en tu casa, o en la casa de otro amigo,  en patios, en la calle, en la orilla del río, es distinto porque sucede como parte del paisaje y el transcurrir del día, inesperadamente en muchos casos. En las dos situaciones es un momento de celebración, único e irrepetible.

“Único e irrepetible”, así cerraba ella su entrevista, su contemplación ante lo que viene siendo su viaje de ida. El que inició nueve días antes de terminar 1979 y continúa cerca del río Paraná y su familia. No por eso deja de ser, justamente, la Vale Martínez, única e irrepetible.

Otoño/Primavera de 2016