
Estuvimos entretenidos con una carpeta roja, con el lomo apenas gastado. De ésta sacó los recortes de diarios y fotos, e historias que llenaba más que la menoría del grabador. Contó que fue en Viale, dentro del departamento Paraná, la primera vez que dio clase, cuando a un italiano se le ocurrió poner una escuela en su campo. “Era una escuela hecha con toda la pobreza posible”, asegura con su dedo en alto, mientras con la otra mano se acomoda los anteojos. Habíamos estado sentados, también, lo que dura un termo con agua para mate. Me paré y pedí permiso para tomar el diploma que colgaba en la pared. El diploma es el título de Maestro Normal Rural, año 1950. “Me recibí en el año del General San Martín”, dijo.
¿Y cómo eligió ser Maestro Normal Rural?, pregunté de espaldas a él, mientras miraba un recuerdo en la pared del primer encuentro Alberdino de 1998. “No, no se trataba de elegir”, respondió mientras llamó a su mujer. “No había otra alternativa y esa alternativa era Alberdi”, concluye, mientras se para y dice “Quedate con el muchacho”. Ella no se sentó. “El fue uno de los creadores de la secretaría de jubilados en el gremio”, me dice su mujer, una verdadera media naranja, pero entera, aparentemente dulce como él. “Sí, también me gustaría preguntarle por la dictadura”, contesté. “¿Qué tiene en la espalda?”, pregunté. “No sé, yo siempre le digo que son de los empujones que dio para abrir las puertas de las taperas donde fue a dar clases”, dice y sonríe. Puede ser pues inauguró tres escuelas; o quizás también de las horas y kilómetros caminados entre el barro del invierno; o los hechos en bicicleta entre la polvareda que acompaña las calles en verano.
De la escuela agropecuaria Juan Bautista Alberdi, pocos saben, que se creó en 1904, a cincuenta años de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento. Su fundador, a quién, según Hipólito, el mismo Sarmiento entregó el diploma, hablo de Manuel Pacífico Antequeda, dijo:
“la Escuela Normal de Maestros Rurales será la única en su género en esta parte de América (…) indispensables a toda buena educación general, científica moral y estética (…) en los estudios pedagógicos (…) industriales, ganaderas o agrícolas”[1].
No sé cuanto indicaría el volumen, la cumbia entrante por la ventada cerrada, pero sonaba fuerte y eso impedía escucharnos con claridad, igual sonaba lindo. Creo haber escuchado que “en invierno se trabajaba poco, porque todo el movimiento grande que había en el pueblo era por la cosecha fina, que era el trigo y lino, avena, eso que se cosechaba en verano”, mientras me preguntaba qué es esto de normar rural. Pedí que hablara más fuerte: “en invierno ya era mucho menos, porque inclusive se sembraba poco maíz, que era una cosecha de otoño e invierno; en invierno se trabajaba en el campo: arar, sembrar, preparar la tierra”, hasta que entendí. Entones, la pregunta que esperaba en mi libreta por ser pronunciada quedó obsoleta. Ésta decía: “¿Qué educación tienen para con el cuidado de la tierra?”. Sí pronuncié la siguiente, aunque tibiamente.
—Su familia ¿tenía tierras?
—En las uñas —contestó y rió—. No, mi padre tenía un negocio, que era como una fonda o un restaurante.
—Pero ¿existía el latifundio? —dije, sincerándome.
—No, el latifundio, en Entre Ríos, comienza con la última dictadura cívico militar, y, en otras partes, con la conquista del desierto —dice, deja el mate, y sugiere que lo siga escuchando.
El teléfono sonó como una campana, y una voz de mujer algo ronca preguntó: “Y, ¿Misión cumplida?” “Sí”, contesté.
Hipólito Argentino Pérez, Maestros Alberdino, un ejemplo viviente de entrega a la educación pública y a la organización de los trabajadores, luego del encuentro me acompañó hasta la parada del colectivo. Durante el camino fue pivoteando los atentos saludos de la gente que lo llama “maestro”.
Por Mario Daniel Villagra